sábado, 7 de febrero de 2009

Las dos esposas de Manuel Jesús Orbegoso, una historia fascinante


Escribe: Manuel Jesús Orbegoso


Por culpa del periodismo tengo dos esposas. Ésta es la historia secreta de ese delito.
Entre la capital del Congo-Brazaville, donde me encontraba en junio de 1987, y la República Centroafricana, adonde quería ir desesperadamente, sólo había una hora de vuelo. Pero también me faltaba la visa, de lo cual dependía que yo pudiera asistir a presenciar el final del juicio a Jean Bédel Bokassa, uno de los líderes africanos más depredadores y libertinos de la época. Nacido en una aldea de antropófagos, Bokassa se había convertido en presidente de su país luego de un golpe de Estado. Una de sus grandes temeridades fue convertir la República en su imperio personal. Una mañana fastuosa se coronó como Napoleón I
portando en la cabeza una corona de oro que pesaba casi tres kilos y estaba adornada con veinticuatro mil diamantes y otras piedras preciosas. Bokassa coronó a su mujer llamándola Catherine I y conformó su Corte de Honor con sus cuarenta y nueve hijos. Cualquier periodista habría hecho lo imposible por asistir al juicio a ese tirano para poder contar su historia. Yo, que me encontraba en África cubriendo informaciones para el diario donde trabajaba en el Perú, no podía dejar de estar ahí.
Mientras los habitantes de República Centroafricana se morían de hambre, otro era el ambiente que se vivía en la embajada que ese país tiene en el Congo. Allí, yo contaba con los dedos las horas que me quedaban para obtener la visa y poder volar a Bangui, la capital del antiguo imperio de Bokassa. La secretaria del cónsul, una muchacha risueña de unos veinte años, presenciaba los giros de mi desesperación, y me llamó con su dedo índice.
Poco tiempo antes yo había estado en Angola, cubriendo la Conferencia Internacional Sobre Namibia y Contra el Aparheid, cuando el juicio a Bokassa llegaba a su fin. Entonces los corresponsales nos propusimos asistir en grupo, pero cuando nos enteramos de que en Angola no había una embajada de la República Centroafricana, la mayoría se desanimó. Desde Lima, el director de mi diario me exhortaba a cubrir esa noticia de carácter mundial. De manera que de aquel grupo de corresponsales sólo yo viajé hasta el Congo para obtener una visa.
En la embajada, la secretaria del cónsul debió adivinar el apremio que yo vivía. En cierto momento me habló de la visa, pero luego empezó a preguntarme en inglés quién era yo, cuántos años tenía, de dónde venía, dónde quedaba el Perú, cuál era el idioma, si allí había oro y plata, si había aviones o barcos, y así siguió hasta que una de sus preguntas cambió de golpe mi ánimo y el giro de la conversación:
–¿Eres soltero o casado? –indagó sonriendo.
Acostumbrado a estos menesteres, le dije que me había casado hacía muchos años, que luego me divorcié y que por entonces ya vivía solo. El Dios de los Periodistas –como era un decir de nosotros– empezó a guiarme para sostener esa mentira. La muchacha se ofreció a ayudarme a conseguir la visa, pero de inmediato me preguntó si ella me gustaba y si acaso quería casarme con ella. Sin dudarlo, le dije que sí. Pero su siguiente petición fue más sorprendente todavía:
–¿Hoy mismo te casarías conmigo?
–Sí –le dije–, hoy mismo.
La muchacha empezó a guardar sus cosas y en pocos minutos estábamos en el mercado comprando lo necesario para preparar un almuerzo-banquete y celebrar así nuestro matrimonio. Después, por supuesto, ella debía entregarme la ansiada visa.
En el almuerzo realizado en casa de Mbaré, mi novia fortuita, el cónsul se sentó a la cabeza de la mesa. En cierto momento nos pusimos de pie y el funcionario dijo algo en su lengua tribal. Luego todos sonrieron, nosotros nos besamos y eso fue todo: Manuel Jesús Orgebozo y Mbaré estábamos «casados». La ceremonia acabó a las tres de la tarde y ya sólo faltaba que ella cumpliera su promesa. Vamos a la embajada, me dijo con mucho brillo en sus ojos. Mbaré era algo gordita, no muy alta y sus cabellos parecían formar una corona. Yo subí a su automóvil como si fuera a viajar al Paraíso.


Poco después, Mbare estacionó su automóvil y entró en la embajada para sacar el pasaporte visado: todo estaba bien. Podía asistir al juicio. Luego caminamos una cuadra hasta tener enfrente a la ciudad vecina de Kinshasa, bañada por el torrentoso río Congo. Nos quedamos mirando el paisaje mucho rato hasta que ella me preguntó adónde iríamos ahora que éramos «marido y mujer». Le dije con ternura que estaba muy abrumado por lo que había vivido ese día, y que ella debería irse a su casa y yo a mi hotel a descansar. Mañana me esperas aquí mismo para ir a Kinshasa a pasar nuestra luna de miel, le rogué. Mbaré se entristeció, pero no dijo nada. Un poco desorientada, aceptó mi proposición. Mañana a las diez nos vemos aquí mismo, le repetí varias veces. No consentí que me llevara en su automóvil; tomé un taxi y me fui al hotel. Nunca más volví a verla.
Abordé el avión a las nueve de esa noche en pos de la historia del dictador. Al siguiente día, temprano, dejé mi pasaporte en las oficinas judiciales de Bangui para que me dieran la autorización para entrar a la Corte. Desgraciadamente, la visa que Mbaré me había dado sólo me concedía permiso para conocer la ciudad mas no para trabajar. Los empleados ministeriales de República Centroafricana no podían hacer nada por mí. Para ellos, yo era un turista cualquiera. Aquello parecía una especie de maldición en castigo por haber engañado a esa muchacha.
Pero todavía me quedaban algunos recursos. Se me ocurrió mostrarles a los funcionarios una fotografía en la que aparecía entrevistando al secretario general de la ONU de ese entonces, Javier Pérez de Cuellar, en su oficina de Nueva York. Entonces la autorización para presenciar el juicio no tardó ni un minuto. Fui corriendo hacia la Corte, entré en la sala de audiencias y sin titubear alcancé a tomarle una fotografía al acusado Bokassa. De inmediato, un gendarme me cogió del cuello y me sacó de la sala a empellones, sin ninguna consideración. Había cometido una falta grave: estaba absolutamente prohibido para cualquier periodista entrar en la Corte. Sí, en efecto, aquello parecía una maldición, y ahora esa imagen del tirano ante el tribunal, que casi dos décadas después conservo en mi estudio, es el pequeño trofeo de esa aventura.
El final de esta historia no fue el más feliz para mí. Tiempo después, en una conferencia sobre Ética Periodística en una universidad de Lima, conté esta historia con todos sus detalles, pero la opinión de la audiencia se dividió en dos mitades. Una parte me abochornó diciendo que un periodista jamás debe engañar miserablemente a una muchacha como Mbaré. La otra parte decía que haber obtenido esos resultados periodísticos me hacían casi un héroe.
En mi defensa, debo decir que le envié a Mbaré muchas tarjetas y cartas para explicarle mis razones. Ella no me contestó jamás.
Todavía me faltaba vencer un obstáculo más grande. ¿Cómo contarle a mi mujer este suceso? ¿Cómo decirle que por contar una historia me había hecho «bígamo» y que en algún lugar del mundo estaba Mbaré, mi «segunda esposa»? Betty es una mujer inteligente y amable, pero no tanto como para aceptar de golpe una historia así; por algo hemos pasado casi sesenta años juntos.
En el fondo, no creo haber cometido nada repudiable porque no hubo ningún sentimiento amoroso en juego, sino una lucha de intereses creados entre Mbaré y yo. Ella quería irse conmigo a como diera lugar, acaso para escapar de ese país destruido por Bokassa. Yo sólo quería la visa para entrar al juicio del dictador y contarlo. De hecho, fui el único periodista de este lado del mundo que presenció ese acontecimiento. Aunque ésta es la primera vez que muestro las fotos que confirman este mi segundo «casamiento».
Con Mbaré no creo tener nada pendiente ya. Con Betty, creo que sí, todavía.

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