domingo, 9 de agosto de 2009

La cara amable del ogro



Por Alfredo Bryce Echenique




Por supuesto que nada ganaría con decir que Fidel Castro era una persona en público y otra muy distinta en privado, y que en privado Fidel podía ser un tipo incluso entrañable, ya que demás está también decir que los horrores que un hombre público comete se apoyan en decisiones casi siempre tomadas en privado, sobre todo cuando de un dictador se trata. Y de que Fidel Castro ha sido uno de los más longevos e irracionales y crueles sátrapas que en el mundo han sido, no nos quepa la menor duda, por más que ahora me oigan decir –o más bien escribir– que al lado de aquel tirano hoy viejo y enfermo yo pasé largas temporadas de las que jamás me arrepentiré y de las que jamás me arrepentiré y de las que creo que he dado ya cumplida cuenta en Permiso para vivir, primer volumen de mis antimemorias.
Nuevamente con su permiso, pues, les cuento ahora que el Comandante era además de todo un hombre tan fino como sus largas manos y sus larguísimos dedos, capaz también de muy finos sentimientos, culto como el que más, esmeradamente educado y poseedor de una memoria que sólo puedo calificar de prodigiosa. Y si usted le caía bien, pues tenía por lo menos el cielo de Cuba realmente asegurado. Y, con su perdón, paso ahora a contarles cómo le caí la mar de bien a Fidel Castro hace ya más de veinte años y cómo lo gocé hasta decir basta, que también lo dije, es verdad, aunque esto último no viene ahora al cuento.
Al cuento viene más bien que una luminosa mañana caribeña, allá por el 86 del siglo pasado, zarpaba yo rumbo a muchos cayos cubanos en la maravillosa compañía de Felipe González, entonces Presidente de Gobierno de España, de Gabriel García Márquez, del pintor Guayasamín, del explorador, geógrafo e historiador Antonio Núñez Jiménez, ex lugarteniente del Che Guevara y hombre renacentista y más fino aún que Fidel cuando se ponía fino, y de Javier Solana, entonces Ministro de Cultura de España y hoy Alto Representante de la Unión Europea. En fin, no sé ya si agregar que aquella realmente era una pandilla de gran lujo o que de haberse producido un atentado fatal o un naufragio tipo Titanic, lo menos que podría decirse es que aquel desenlace fatal sí que habría constituido una gran pérdida para la humanidad, modestia aparte. Aunque por supuesto que también tendría toda la razón aquel furibundo anticastrista que, al leer estas líneas, dijera más bien que ese bendito naufragio le hubiera ahorrado casi un cuarto de siglo de grandes sufrimientos a la cubana humanidad. Que para todos los gustos hay.
Pero volviendo a mi cuento, pues resulta ahora que yo en aquel viaje resulté encima de todo de gran beneficio para la humanidad, y valga la redundancia. Porque el poder visto de cerca y ya casi vivido, o por lo menos compartido, como que no me interesó para nada, salvo como novelista, claro está, y desde que levamos ancla poco menos que me empecé a tronchar de risa con tanto disparate como tuve que escuchar y presenciar, empezando nada menos que con el primer round de la pelea a mil rounds que iban a librar un sátrapa caribeño y un Jefe de Estado moderno y democrático. Por lo pronto, Fidel Castro quería todo el tiempo que Felipe González quedara pésimo ante la historia, y viceversa, una y otra vez, y tanto que al final yo tuve que intervenir para decirles que no me cabía en la cabeza que un Jefe de Estado invite a otro a su país para hacerlo quedar tan mal a cada rato y nada menos que ante la historia, además. A mí, por lo pronto, todo aquello me parecía de la peor educación, como me pareció también el colmo de la peor sobonería, pedantería y estupidez que el entonces comandante en Jefe tuviera en la bibliotequita del yatezote nada menos que mis obras completas, hasta entonces, claro está, y tan completas y hasta entonces que aquello le produjo sus celitos y resquemores al Gabo, paralelamente además a la insoportable insistencia con que el pintor Guayasamín se pasó aquellas jornadas de mucha pesca y esparcimiento tratando de venderle mercachiflemente cuadros a cuanto museo hubiese en España y Cuba, a través del más nauseabundo compadreo político. Y ahora me viene a la memoria que en ese superyate navegaba también el entonces Ministro de Cultura de Cuba, Armando Hart, quien, como bien le dijo el supersabio Núñez Jiménez, se encargaba tan sólo de su Ministerio, «mientras que los demás aquí presentes y navegantes realmente nos encargamos de la cultura». Les juro que hasta Fidel aplaudió esa ocurrencia, aunque claro que no por lo que uno pensaría, en primer lugar, o sea, por lo precisa y divertida de la misma, sino porque creía, cómo no, que también él se ocupaba de la cultura.


La alta política de Fidel consistía por ejemplo en explicarle a Felipe González cómo un Jefe de Estado podía hacerse de semejante yate sin tener que ser acusado de corrupción por su pueblo, algo que le había ocurrido al pobre Felipe precisamente por ahorrarle un gasto a su pueblo. Porque estos señores hablan así, sí: «Mi pueblo, tu pueblo». En fin, lo que le ocurrió a Felipe y que convirtió a Fidel en Gran Tratadista Político fue que, para no tenerse que gastar dinero del tesoro público, se fue de pesca en España en el viejo yate, El Azor, del dictador Franco. Y aquello causó un revuelo gigantesco con titulares en primera página de los diarios y todo. «Por tonto. De purito tonto», le dijo entonces Fidel a Felipe, sacando pecho político. «Eso te pasa de puritico tonto». Y agregó, gran estadista: «Lo que se hace en estos casos es venderle el yate viejo a un coleccionista multimillonario y yanqui, de esos yanquis imperialistas de mierda, porque a los yanquis siempre hay que darles duro, coño, y después el cincuenta por ciento de ese dinero te lo gastas en sanidad, educación y salud para tu pueblo, y el otro cincuenta por ciento te lo gastas en comprarte un yate como éste y sin que nadie se entere, eso sí…».
–¿Y la prensa, Fidel?
–Pues se suprime la libertad de prensa, so niño de pecho. ¿Habráse visto cosa igual, amigo Bryce?
–Sinceramente no, mi Comandante en Jefe.
–Llámeme Fidel, hermano Bryce, como toda la gente que viene a mí…
La verdad, no había escuchado nada igual desde los Evangelios, pero algo se aprende siempre y ya yo había aprendido que a un dictador que te tiene en su yate hay que decirle sí aunque la respuesta sea un no rotundo, porque el peligro que uno corre de caer en desgracia siempre anda al acecho con los Fideles de este mundo y de ahí a que te caigan del yate por un descuido y a ser fácil presa de los tiburones, la verdad, hay tan solito un paso. Y yo no estaba dispuesto a darlo de ninguna manera, que quede bien claro. O sea que a Fidel le di gusto en todo siempre e incluso me convertí en experto en interrumpir a anécdota y cuento limpio las conversaciones del sátrapa con Felipe González, cada vez que las cosas se le ponían mal al del Caribe, que era también cuando él se arrancaba con una larga serie de bostezos y culpaba de ello a las largas horas que se había pasado buceando y luego a sus interminables puros y al ron y al brandy y finamente a la democracia, que era lo que más sueño le producía de todo en este mundo.


Pero aquellos deliciosos episodios de mi vida en aguas del Caribe no se acabaron cuando soltamos de nuevo el ancla, ya de regreso a La Habana de tantos cayos y lacayos como tenía el altísimo Fidel, grandote y fuerte como pocos, pero con unas piernas tan flacas y ralas como su rizada barba, y que al final de cuentas terminaban por darle ese aspecto de Don Quijote fuera de temporada, que nunca olvidaré.
Y se rizaba aún más los pelos de la barba cuando las cosas no le estaban saliendo muy bien, en una discusión, por ejemplo, o cuando quería que uno le creyera el cuento de que algo le preocupaba realmente. Como la vez aquella en que la madre Teresa de Calcuta visitó Cuba, y Fidel, aterrado porque la monjita esa sí que era una buena ladilla política y hablaba además en nombre de todos los pobres de este mundo, o algo así, mandó llamar de refuerzo a García Márquez, pero García Márquez le respondió que estaba escribiendo la segunda parte de Cien años de soledad, lo cual habría equivalido más o menos a interrumpir a Cervantes, con grave riesgo de pasar a la historia como tremenda metedura de pata, por lo cual entonces sí que él personalmente me llamó a mí, que, ni tonto ni loco, por nada de este mundo me quise perder aquel combate entre dos gigantes de la pobreza en este valle de lágrimas.
Pero la pelea del siglo terminó siendo una birria, pues dale que dale se estuvo Fidel con que la monjita era una marxista-leninista, ya que, igual que yo, madre, usted lucha por erradicar la miseria de este mundo, y la monjita dale que dale con que aquello lo hacía por amor a Dios y punto, Comandante, y qué revolución ni qué ocho cuartos, y además que quede bien claro por favor que ni siquiera aspiro a la santidad. Vaya que era pesada la monja, pesada y más arrugada y vieja que una pasa y encima de todo con una cara de malas pulgas que pobres pobres los de este mundo. Finalmente, yo creí que el Comandante en Jefe le iba a soltar por lo menos unos cuantos presos políticos a la de Calcuta, como cada vez que venía algún Jefe de Estado o alguien así (la vez aquella del yate, recuerdo que, al despedirse, me dijo Felipe González: «Mil gracias por tus cuentos, Alfredo, porque también han colaborado a que el monstruo este me suelte a Gutiérrez Menoyo y a unos cuantos más, que bien enmazmorrados que me los tenía», pero ni siquiera un pobre preso le soltó Fidel a la monjita esa buenísima, sí, probablemente, pero vaya cara de perversa que tenía. Y ya cuando regresaba en la limusina del Comandante en Jefe, que en realidad eran como cincuenta limusinas que se pasaban unas a otras hasta que ya ni uno mismo sabía en qué limusina viajaba, sin duda para despistar al enemigo y evitar el magnicidio, Fidel, con los dedos esos larguísimos malditamente enroscados entre los rizados pelos de su barba a lo Jesucristo, me explicó la insólita trascendencia histórica de aquella visita:
–¿Sabes qué, Alfredo?
–Yo sólo sé que no sé nada, Comandante.
–Pues aprende que es la primera vez en la vida que me visita una santa.
–Éste es un día glorioso para la Revolución, Comandante.
–No le quepa a usted la menor duda, compañero Alfredo.
–De ninguna manera, mi Comandante. De ninguna manera. Ya sabe usted que la duda ofende y nada quisiera yo menos que darle un toque de mal gusto a esta vista del atardecer en el Caribe…


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